LA NOSTALGIA ES UNA PANDEMIA

11540838_10205938591975647_8568451557483337661_nCuando escribo estas líneas, parecen haber terminado definitivamente los elogios fúnebres del Groovie, mítico bar musical situado en la calle Tesoro, conocido sobre todo por ser refugio de mods, sixties y especies afines, y que cerró las puertas de su primera etapa el pasado 27 de junio.

Al principio, me uní sin reparo a dichos elogios, pero más tarde me acabaron cansando, al cruzar la fina línea que separa la nostalgia del abierto desprecio por los que aún seguimos dando el callo en Malasaña semanalmente o incluso más. No así este texto sacado del Facebook de mi antiguo pero todavía buen amigo Miguel Ygarza:

Hubo un tiempo en que en Malasaña cada uno tenía su propia vida. Ahora solo hay manadas de barbudos con camisas de cuadros, cafés con magdalenas de colores, cantinas mexicanas, sushi, pijerío moderno, bicicletas, tontería a raudales, y todo el mundo cortado por el mismo patrón, sin interés alguno…

Quién nos iba a decir que echaríamos de menos el kiosco de La Antonia de la plaza del Dos de Mayo, los bocatas de tortilla de patata con vida propia de El Puerto, los baños del No Fun, los cubatas de garrafón del Ginkases… El sábado 27 de junio prácticamente echaremos el cierre a Malasaña con el cierre del Groovie Bar. Se acerca el invierno, chavales, ¡y parece que será largo!

mmrPero en el Tribunal «de entonces» al que se refiere Miguel había también cosas que no me producen un recuerdo tan grato, como los niños pijos disfrazados de grunges que, en La Vía Láctea, se reían de nuestros trajes y foulards –yo también milité varios años en la escena mod-, o los sharps y redskins que nos amenazaban jarra de cerveza en mano desde el mentado El Puerto. Era el barrio en los años 90, que quedó reflejado en la inane novela Historias del Kronen, pero que le habría dado juego a Baroja o a Valle-Inclán. En aquellos tiempos, ya se hablaba de que Malasaña fue mejor antes y de unos invasores que la habían infestado y desprovisto de su esencia, igual que ahora los hipsters: nada más y nada menos que los perroflautas, que entonces eran conocidos como «pies negros». Cuando pienso en que tantas personas puedan echar de menos aquellos malditos años, me doy cuenta de que la nostalgia, más que una emoción negativa o un espejo deformante como los del callejón del Gato en el que el mencionado Valle inventó el esperpento, es una pandemia.

Más o menos en las mismas ideas que Miguel profundiza este artículo de El Confidencial en el que interviene, entre otros, la dueña del Tupperware Blanca Del Amo, y que radicaliza más si cabe la polarización: o eres de las Orbeas y los cupcakes o eres de la llamada “resistencia del Rock and Roll”. Por supuesto, eso deja fuera a muchos bares y Djs que llevamos funcionando en Malasaña más años de los que podemos recordar o nos gustaría reconocer, y que jamás hemos pinchado Rock, o al menos no en exclusiva. En mis sesiones, por ejemplo, caben el Funk, los toques de Dubstep o de House o el Electropop, y hasta ahora nadie se ha quejado, si bien es cierto que los nostálgicos tampoco las han solido frecuentar. Fue precisamente en el Tupperware donde a mi amigo Miguel Ángel Cendejas (Dj Skywalker) se le reprendió por haber pinchado a Kevin Yost, que reconozco que me encantaba. Y el antiguo encargado del Astoria nos solía recordar a Cendejas y a mí que “no pincháramos bases”. La vieja pugna de tradición contra modernidad, y la primera dista mucho de estar ganando…

Y no quiero extenderme mucho más, pero sí exponer estas breves afirmaciones, creo que la mayoría difícilmente discutibles:

– La modernidad cateta de las barbas pobladas, las Orbeas y los cupcakes tiene fecha de caducidad muy cercana, por mucho que algunos le atribuyan una importancia de la que carece.

– Los negocios diurnos de magdalenas y jarras de colores no son competencia directa de los nocturnos. Ni siquiera en Malasaña unos bares de copas compiten con otros, gracias a su variedad musical y de público.

– Esta variedad se contradice con la supuesta “resistencia del Rock” que se supone estamos realizando todos al unísono.

– Las multas a los bares tampoco las ponen barbudos subidos en Orbeas, sino policías subidos en coches-patrulla. Yo tengo la suerte de trabajar en dos locales que no acumulan ni una.

– Esto es más bien un rumor que una conclusión, y con él no espero cabrear a nadie, pero se especula acerca de que la caída del Groovie la provocaron precisamente con una multa por drogas algunos de los que han escrito los elogios fúnebres más sentidos.

Por último y más importante, nadie les ha dado una oportunidad a los nuevos dueños del Groovie, que resulta que son mis amigos David (Lunch Box) y Terry (Wurlitzer, Wharf 73). Creo que lo llevarán admirablemente y que el bar resultará como poco igual de mítico. De eso se trata: de tirar para adelante y mirar al futuro y no quedarse enredado en la puta nostalgia.

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MALASAÑA ES NUESTRA ZONA DE CONFORT

A no ser que uno viva aislado de esta realidad determinada por los Me gusta y los putos 140 caracteres, habrá oído hablar de la zona de confort y la conveniencia de abandonarla lo antes posible en aras de la autorrealización y la consecución de metas, logros que, por cierto, arruinarían a los hosteleros nocturnos y a los camellos.

Sin embargo, tras ocho años de crisis acodados en las barras de los bares buscando salida a nuestra situación personal a fuerza de chupito, uno ya está dispuesto a dejar de creer en soluciones mágicas, sobre todo si comienzan, como figura en este otro blog, por cepillarse los dientes usando la otra mano (menos mal que solo dijo «cepillarse los dientes») o volviendo a casa por un camino distinto. Pero quien no esté familiarizado del todo con esta “filosofía” del abandono de la zona de confort, que vea –si lo aguanta- el siguiente vídeo:

Todo este nuevo bla bla bla del “puedes conseguir lo que quieras” se contradice con la irrefutable fábula de la rana y el escorpión, el determinismo de Zola en el que personalmente creo a pies juntillas o, mucho más fácil, con el dicho popular que señala que el hombre es un animal de costumbres.

Pero vayamos a un caso práctico. Vamos a aplicar todo esto al tema de las zonas de bares. Malasaña es nuestra zona de confort. Bueno, Malasaña y su prolongación natural en Tres Cruces, el Wurlitzer. Nos gusta mirar con displicencia a los Erasmus en La Vía Láctea, rechazar las chinolatas, tirar al suelo las tarjetas de descuento del Ocean, inaugurar la planta baja del Freeway y ver cómo progresivamente se va llenando, darnos la putivuelta en el Wharf 73, fumar sentados en la puerta del Madklyn, saludar a viejísimos conocidos en el Groovie (me temo que solo hasta finales de esta semana), dejar a deber 50 euros al camello de turno mientras uno se siente el rey de la noche y mil cosas más que me dejaré para no aburrir. Y se supone que esta perniciosa zona de confort nos está privando de abrirnos a la verdadera vida allende la calle Carranza o San Mateo.

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Pues ni de coña. Hablando de mi caso particular, con un antiguo amigo de fuera de estos ambientes, Mel, me aburrí en Torre Europa, me sentí un completo gilipollas en el palacio de Gaviria y en Joy Eslava (menos una vez que me ligué allí a una bollullera) y en Pachá varios de pijos me pidieron pastillas. Y no hablemos de la vez que se me ocurrió ir a ver a mis adorados Un Pingüino En Mi Ascensor a la sala Lemon, en plena avenida de Brasil. Tiene gracia que, habiendo estado en muchos conciertos de Punk donde prácticamente unos espectadores se abalanzaban encima de otros en aras del pogo, la única vez que he estado a punto de salir fuera a darme de hostias con alguien fue allí, y en concreto con un oligofrénico que se pasó el concierto entero bailando de espaldas a los músicos y empujándonos a mi acompañante y a mí. Y no digo que en Malasaña todos poseamos unos modales versallescos (no hay más que adentrarse en el Wurli a las 4:30 de la mañana), pero un niño bien saliendo de marcha y con dos copas encima automáticamente se convierte en un kale borroka, y no hay excepciones a esta regla.

(Para otras actualizaciones me dejo La Latina, Lavapiés y Huertas).

Wharf-73

Así que abandonar la zona de confort no supone el comienzo de una vida nueva y mejorada, sino más bien el del malestar y el desastre, como dicta el sentido común más elemental. Y todo lo demás es filfa new age de algún iletrado optimista que no ha leído más libros que El secreto… o directamente ha visto la peli. Así que, queridos malasañeros, nunca abandonéis vuestra zona de confort. A no ser, eso sí, que os atreváis a confesar que os gustan más Los Rebujitos que el archisabido (pero confortable)  Teenage kicks:

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