MALASAÑA ES NUESTRA ZONA DE CONFORT

A no ser que uno viva aislado de esta realidad determinada por los Me gusta y los putos 140 caracteres, habrá oído hablar de la zona de confort y la conveniencia de abandonarla lo antes posible en aras de la autorrealización y la consecución de metas, logros que, por cierto, arruinarían a los hosteleros nocturnos y a los camellos.

Sin embargo, tras ocho años de crisis acodados en las barras de los bares buscando salida a nuestra situación personal a fuerza de chupito, uno ya está dispuesto a dejar de creer en soluciones mágicas, sobre todo si comienzan, como figura en este otro blog, por cepillarse los dientes usando la otra mano (menos mal que solo dijo «cepillarse los dientes») o volviendo a casa por un camino distinto. Pero quien no esté familiarizado del todo con esta “filosofía” del abandono de la zona de confort, que vea –si lo aguanta- el siguiente vídeo:

Todo este nuevo bla bla bla del “puedes conseguir lo que quieras” se contradice con la irrefutable fábula de la rana y el escorpión, el determinismo de Zola en el que personalmente creo a pies juntillas o, mucho más fácil, con el dicho popular que señala que el hombre es un animal de costumbres.

Pero vayamos a un caso práctico. Vamos a aplicar todo esto al tema de las zonas de bares. Malasaña es nuestra zona de confort. Bueno, Malasaña y su prolongación natural en Tres Cruces, el Wurlitzer. Nos gusta mirar con displicencia a los Erasmus en La Vía Láctea, rechazar las chinolatas, tirar al suelo las tarjetas de descuento del Ocean, inaugurar la planta baja del Freeway y ver cómo progresivamente se va llenando, darnos la putivuelta en el Wharf 73, fumar sentados en la puerta del Madklyn, saludar a viejísimos conocidos en el Groovie (me temo que solo hasta finales de esta semana), dejar a deber 50 euros al camello de turno mientras uno se siente el rey de la noche y mil cosas más que me dejaré para no aburrir. Y se supone que esta perniciosa zona de confort nos está privando de abrirnos a la verdadera vida allende la calle Carranza o San Mateo.

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Pues ni de coña. Hablando de mi caso particular, con un antiguo amigo de fuera de estos ambientes, Mel, me aburrí en Torre Europa, me sentí un completo gilipollas en el palacio de Gaviria y en Joy Eslava (menos una vez que me ligué allí a una bollullera) y en Pachá varios de pijos me pidieron pastillas. Y no hablemos de la vez que se me ocurrió ir a ver a mis adorados Un Pingüino En Mi Ascensor a la sala Lemon, en plena avenida de Brasil. Tiene gracia que, habiendo estado en muchos conciertos de Punk donde prácticamente unos espectadores se abalanzaban encima de otros en aras del pogo, la única vez que he estado a punto de salir fuera a darme de hostias con alguien fue allí, y en concreto con un oligofrénico que se pasó el concierto entero bailando de espaldas a los músicos y empujándonos a mi acompañante y a mí. Y no digo que en Malasaña todos poseamos unos modales versallescos (no hay más que adentrarse en el Wurli a las 4:30 de la mañana), pero un niño bien saliendo de marcha y con dos copas encima automáticamente se convierte en un kale borroka, y no hay excepciones a esta regla.

(Para otras actualizaciones me dejo La Latina, Lavapiés y Huertas).

Wharf-73

Así que abandonar la zona de confort no supone el comienzo de una vida nueva y mejorada, sino más bien el del malestar y el desastre, como dicta el sentido común más elemental. Y todo lo demás es filfa new age de algún iletrado optimista que no ha leído más libros que El secreto… o directamente ha visto la peli. Así que, queridos malasañeros, nunca abandonéis vuestra zona de confort. A no ser, eso sí, que os atreváis a confesar que os gustan más Los Rebujitos que el archisabido (pero confortable)  Teenage kicks:

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